En mi trabajo pinto insistentemente prendas femeninas, que aluden a personajes y tramas a descifrar. Los vestidos y ajuares que son el sujeto y objeto de mis representaciones, no están habitados. Sus formas aparecen como ejes del discurso emocional que se desarrolla alrededor de tres etapas fundamentales de mi vida: Recién llegada a la vida, infancia y adultez.

En la infancia, la niña, rodeada ya de prejuicios, inmersa en un sistema de creencias y normas aprendidas que la determinan con precisión en su ruta, abaten su candidez original y tiranizan su necesidad de ser y empoderarse. En la adultez, que podría suponer la liberación de dichas normas, el “deber ser” la atrapa entre culpas y restricciones.

En este contexto de reflexión, me gusta jugar con la inocencia y la perversidad. Me encanta mezclarlas con lo cursi y perturbador; rodear los vestidos de moscas, escarabajos, caligrafía, árboles y ramas es recrear el universo que gira en mi cabeza desde niña y que permito salir en mi adultez.

Los vestidos que represento son “lugares”, vinculaciones y horizontes que las mujeres conocemos y reconocemos muy bien. En mi pintura, recorrer su dibujo y configuración me permite observarme en lo personal, tanto como honrar mi linaje de género; reconozco mi historia, camino mi árbol genealógico femenino, y me enlazo con mis ancestros, sanándolas y sanándome a mí misma.

Reconozco en ellas mi origen y pertenencia, ¡disfruto del parentesco!

Este proceso de creación me condujo al ejercicio del autorretrato mediante el que aprendí a verme, y también a reconocerme en mi propio reflejo en la mirada de los demás. La experiencia, contundente para mí, me proyectó a otros parajes y visiones que abrieron enfoques y perspectivas nuevas a mi imaginería. La travesía ha sido terapéutica; una verdadera catarsis.

Se dice por ahí que el arte te sana, te salva… Yo estoy salvada!!.

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