En mi trabajo pinto insistentemente prendas femeninas, que aluden a personajes y tramas a descifrar. Los vestidos y ajuares que son el sujeto y objeto de mis representaciones, no están habitados. Sus formas aparecen como ejes del discurso emocional que se desarrolla alrededor de tres etapas fundamentales de mi vida: Recién llegada a la vida, infancia y adultez.
En la infancia, la niña, rodeada ya de prejuicios, inmersa en un sistema de creencias y normas aprendidas que la determinan con precisión en su ruta, abaten su candidez original y tiranizan su necesidad de ser y empoderarse. En la adultez, que podría suponer la liberación de dichas normas, el “deber ser” la atrapa entre culpas y restricciones.
En este contexto de reflexión, me gusta jugar con la inocencia y la perversidad. Me encanta mezclarlas con lo cursi y perturbador; rodear los vestidos de moscas, escarabajos, caligrafía, árboles y ramas es recrear el universo que gira en mi cabeza desde niña y que permito salir en mi adultez.
Los vestidos que represento son “lugares”, vinculaciones y horizontes que las mujeres conocemos y reconocemos muy bien. En mi pintura, recorrer su dibujo y configuración me permite observarme en lo personal, tanto como honrar mi linaje de género; reconozco mi historia, camino mi árbol genealógico femenino, y me enlazo con mis ancestros, sanándolas y sanándome a mí misma.
Reconozco en ellas mi origen y pertenencia, ¡disfruto del parentesco!
Este proceso de creación me condujo al ejercicio del autorretrato mediante el que aprendí a verme, y también a reconocerme en mi propio reflejo en la mirada de los demás. La experiencia, contundente para mí, me proyectó a otros parajes y visiones que abrieron enfoques y perspectivas nuevas a mi imaginería. La travesía ha sido terapéutica; una verdadera catarsis.
Se dice por ahí que el arte te sana, te salva… Yo estoy salvada!!.
El proceso de creación de Sara Arenas no ha sido una línea recta con alcances previsibles, sino un sinuoso e inagotable deambular de conciencia, asentado en su intuición y memorias de género. Llegó a mis talleres de pintura con la urgencia de producir imágenes, manosear sin pudor ni freno la materia pictórica y desmenuzar el enjambre de su historia personal. “Todo es válido; nada de lo vivido es vergonzoso ni carece de valor en esta travesía de reconocimiento”, advierte Sara desde la brevedad de su cuerpo y una portentosa melena, que la singularizan. Poco a poco fue develándose para ella, como su finalidad última, el honrar y sanear su vida mediante su producción artística. Cada vez más consciente del carácter catártico del arte, liberó formas ocultas en su piel y dejó que las telas y papeles empezaran a poblarse de caligrafías nerviosas, “Bichos y Linajes”, -como empezó a nombrarlas-, con que se configuraban desde texturas vegetales enredadas en sus cabellos, hasta las armaduras lustrosas de escarabajos e insectos a quienes dio entrada, gozosa-aunque sorprendida-, en la cotidianeidad de sus signos.
Sara permitió que todo ello revoloteara en el ritmo espiral de su día a día hasta que el fallecimiento de su madre inaugura entonces un panorama nuevo en su imaginación, aflorando rasgos diversos del trinomio Madre-Hija-Hermana con los que empezó a tropezar en escritos y dibujos, ya siempre acompañada del chirriar de las patas metálicas de los insectos o sus alas cristalinas y breves. Desde estos márgenes se vio fortalecida en la ruta de sus exploraciones plásticas con nuevos gestos, viejas emociones, prejuicios y cicatrices de género a los que podemos acceder y entre los que logramos reconocernos, -mujeres-, obra a obra.
Su análisis incisivo afrontará el reto de dar forma visual a 3 etapas sustantivas en la formación de su memoria femenina: la infancia (Talla Cero), la niñez (Escuinclas) y la edad adulta (Haute Couture). Empezó a serle usual imaginarse caminando a los 5 años con sus moños y mirada fascinada frente los puestos de ropa infantil del Mercado de Medellín, asistir a “Misa de Domingo” ataviada en bordados de flores y piqué, o vestir en uniforme escolar discutiendo el largo de las faldas y la impúdica exhibición de sus rodillas... historias, tantas, que mezclarán sus humores con el horror de barrer cantidades aterradoras de moscas muertas en algún lugar de veraneo, no sin antes despanzurrar a alguna que mostraba su interior viscoso y blanquecino, plagado de huevecillos amenazantes.
Monstruos de no más de 24 horas de vida,-no por ello se minimiza la amenaza-, se extienden entonces como plaga y trazo, como forma y ritmo entre las diversas telas y demás ajuares de vestidos expuestos colgando de perchas ligeras, silenciosas; cual pecados, pintados con la certeza de esgrimir la vestimenta como su segunda piel. El vestido le permite comunicar cualquier tipo de mensajes y Sara lo exhibe siempre vacío, atemporal, universal; ícono preciso del reclamo, testigo y síntoma que todo lo denuncia y nos pertenece a todas. La dimensión oculta y no verbal de la creencia y norma aprendidas en la infancia y resguardadas en la culpa y restricción adultas son el paisaje corporal de Sara en esta crónica de tatuajes y estigmas de su linaje de género que pretende exorcizar mediante la repetición y diferenciación de sus motivos, envueltos en un humor revoltoso, repugnante y de poderosos zumbidos. Miles de ojos y un cuerpo crocante, moscas misteriosas, diminutas fealdades peludas de translúcidas alas, “tan chiquitas como jodonas”, rezumban comentarios y calificativos sobre los diversos temas, deambulando ligeras y breves, entre bordados, moños, aplicaciones, rosas negras y cuellos almidonados. Sus risas burlonas lo sanan todo en esta bitácora del viaje interior de Sara Arenas en el que sus y nuestros fantasmas se esfuman al son de la gracia y el sarcasmo.